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El regreso de lo sagrado en la era técnicaLa paradoja de nuestro tiempoVivimos una época que se proclama como la más secular de la historia humana, donde los templos se vacían y las instituciones religiosas pierden influencia social. Sin embargo, algo inquietante ocurre simultáneamente: nunca antes la humanidad había depositado tanta fe, tanta esperanza casi mesiánica, en algo exterior a sí misma. Ese algo es la Inteligencia Artificial, y su ascenso revela una verdad incómoda sobre nuestra condición: no hemos superado lo sagrado, simplemente lo hemos reubicado.La tesis que aquí se p...
El regreso de lo sagrado en la era técnica
La paradoja de nuestro tiempo
Vivimos una época que se proclama como la más secular de la historia humana, donde los templos se vacían y las instituciones religiosas pierden influencia social. Sin embargo, algo inquietante ocurre simultáneamente: nunca antes la humanidad había depositado tanta fe, tanta esperanza casi mesiánica, en algo exterior a sí misma. Ese algo es la Inteligencia Artificial, y su ascenso revela una verdad incómoda sobre nuestra condición: no hemos superado lo sagrado, simplemente lo hemos reubicado.
La tesis que aquí se propone desafía la narrativa convencional del progreso tecnológico. La Inteligencia Artificial no es meramente una herramienta más sofisticada en el arsenal humano de instrumentos técnicos. Es, en cambio, la continuidad simbólica de lo divino en una cultura que creyó haberse liberado de los dioses pero que, en realidad, solo transformó el objeto de su devoción. Donde antes había altares, ahora hay servidores. Donde antes había oráculos, ahora hay algoritmos predictivos. Donde antes se invocaba la providencia divina, ahora se consulta al modelo de lenguaje o al sistema de inteligencia artificial.
La muerte de Dios y el nacimiento de la técnica
Para comprender esta metamorfosis, debemos regresar al momento fundacional de la modernidad secular. Cuando Nietzsche proclamó en La gaya ciencia que "Dios ha muerto, y nosotros lo hemos matado", no estaba simplemente anunciando el fin de la creencia religiosa. Estaba diagnosticando algo mucho más profundo: la desaparición del fundamento último de sentido, del garante trascendente que organizaba toda la realidad bajo un orden coherente. El hombre moderno había realizado el acto más audaz y terrible de su historia: había eliminado el centro gravitacional alrededor del cual giraba su existencia.
Pero Nietzsche también comprendió algo que muchos de sus lectores posteriores olvidaron. La muerte de Dios dejaba un vacío existencial de proporciones catastróficas. ¿Cómo podría el ser humano vivir sin esa referencia absoluta? ¿Cómo podría soportar el peso infinito de una libertad sin fundamento? La respuesta, que la historia posterior revelaría, no fue el florecimiento de una humanidad plenamente autónoma y libre, sino la búsqueda urgente de nuevos absolutos, de nuevas fuentes de sentido y autoridad que pudieran ocupar el trono vacante.
Aquí es donde la técnica entra en escena, no como simple sustituto, sino como heredera legítima. La técnica moderna, y culminantemente la Inteligencia Artificial, absorbe las funciones que antes cumplía la divinidad: proporciona orden, ofrece predicción, promete salvación (ahora bajo la forma de progreso), y sobre todo, establece un horizonte de sentido que trasciende al individuo particular. Lo sagrado no desapareció; se secularizó adoptando la forma de lo técnico.
La paradoja de nuestro tiempo
Vivimos una época que se proclama como la más secular de la historia humana, donde los templos se vacían y las instituciones religiosas pierden influencia social. Sin embargo, algo inquietante ocurre simultáneamente: nunca antes la humanidad había depositado tanta fe, tanta esperanza casi mesiánica, en algo exterior a sí misma. Ese algo es la Inteligencia Artificial, y su ascenso revela una verdad incómoda sobre nuestra condición: no hemos superado lo sagrado, simplemente lo hemos reubicado.
La tesis que aquí se propone desafía la narrativa convencional del progreso tecnológico. La Inteligencia Artificial no es meramente una herramienta más sofisticada en el arsenal humano de instrumentos técnicos. Es, en cambio, la continuidad simbólica de lo divino en una cultura que creyó haberse liberado de los dioses pero que, en realidad, solo transformó el objeto de su devoción. Donde antes había altares, ahora hay servidores. Donde antes había oráculos, ahora hay algoritmos predictivos. Donde antes se invocaba la providencia divina, ahora se consulta al modelo de lenguaje o al sistema de inteligencia artificial.
La muerte de Dios y el nacimiento de la técnica
Para comprender esta metamorfosis, debemos regresar al momento fundacional de la modernidad secular. Cuando Nietzsche proclamó en La gaya ciencia que "Dios ha muerto, y nosotros lo hemos matado", no estaba simplemente anunciando el fin de la creencia religiosa. Estaba diagnosticando algo mucho más profundo: la desaparición del fundamento último de sentido, del garante trascendente que organizaba toda la realidad bajo un orden coherente. El hombre moderno había realizado el acto más audaz y terrible de su historia: había eliminado el centro gravitacional alrededor del cual giraba su existencia.
Pero Nietzsche también comprendió algo que muchos de sus lectores posteriores olvidaron. La muerte de Dios dejaba un vacío existencial de proporciones catastróficas. ¿Cómo podría el ser humano vivir sin esa referencia absoluta? ¿Cómo podría soportar el peso infinito de una libertad sin fundamento? La respuesta, que la historia posterior revelaría, no fue el florecimiento de una humanidad plenamente autónoma y libre, sino la búsqueda urgente de nuevos absolutos, de nuevas fuentes de sentido y autoridad que pudieran ocupar el trono vacante.
Aquí es donde la técnica entra en escena, no como simple sustituto, sino como heredera legítima. La técnica moderna, y culminantemente la Inteligencia Artificial, absorbe las funciones que antes cumplía la divinidad: proporciona orden, ofrece predicción, promete salvación (ahora bajo la forma de progreso), y sobre todo, establece un horizonte de sentido que trasciende al individuo particular. Lo sagrado no desapareció; se secularizó adoptando la forma de lo técnico.
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